Main logo

México, pasado y presente en su simulación social

La violencia florece donde ha sido destruida la organización social. | Jorge Faljo

Por
Escrito en OPINIÓN el

El proceso electoral que culmina hoy domingo ha estado marcado por la violencia. Alrededor de 80 asesinatos de los que 34 víctimas eran candidatos a cargos de elección popular. Un total de por lo menos 476 delitos contra políticos en funciones, candidatos y personas cercanas al proceso electoral. El recuento de datos es imposible; la síntesis es, en palabras del periódico español El País que se trata de la campaña más violenta de la que se tiene registro.

El asunto no es menor. Así lo reconoce la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, al decir que existe un claro riesgo de gobernabilidad en muchas regiones del país y afecta principalmente a candidatos a cargos en ayuntamientos. La violencia no es nueva, pero se exacerba por las mil 907 administraciones municipales que van a ser renovadas y que constituyen un gran saco de futuros recursos en disputa. Por las buenas o por las malas.

Ante la inseguridad la actual administración ofreció un nuevo paradigma; una estrategia que rebasaba lo meramente policíaco y militar, para atender a las raíces socioeconómicas: pacificación, justicia y reconciliación nacional. Suena utópico, pero reconoce que existe en el país un enorme caldo de cultivo favorable a la violencia que demanda una estrategia socialmente informada.

Pero del dicho al hecho… hay que profundizar el diagnóstico para instrumentar las acciones correctivas. Vamos pues a las muy profundas raíces del problema.

En las últimas dos décadas del siglo pasado la estrategia de crecimiento giró hacia el abandono, más bien la franca destrucción, de los pequeños y medianos productores rurales y urbanos que producían para el mercado interno. Los campesinos (así llamaré a este amplio grupo rural y urbano para simplificar el lenguaje), pasaron a ser tratados como obstáculo a la instrumentación de modernización básicamente importada.

Lo primero fue arrebatar a los campesinos su mercado, su clientela nacional. Con la apertura indiscriminada a las importaciones los mexicanos pasamos a consumir importado en vez de nacional y campesino.

Conasupo, la gran empresa acopiadora de granos a precios de garantía, que contribuyó a que fuéramos importantes exportadores, pasó a funcionar en reversa: a comprar granos en el extranjero. Me tocó ver cómo distribuía arroz filipino en Morelos; contribuyendo a la destrucción de la producción nacional. Luego la desaparecieron con sus bodegas, la comercialización de materiales de construcción y todo el entramado de entidades de apoyo al medio rural: Inmecafé, Tabamex, la banca de crédito ejidal y rural, Fertimex y demás.

Quedaron las tiendas de Diconsa, que desde entonces se niega a comprar productos regionales y locales para, en cambio llevar productos industrializados que los sustituyeran. Como dije, Conasupo en reversa.

Más de diez millones de mexicanos en plena capacidad productiva fueron forzados a emigrar o sufrir desocupación y hambre, ellos y sus familias. Irse al norte no fue sólo válvula de escape; también contribuyeron involuntariamente a afianzar al nuevo modelo al seguir haciéndose cargo de otros muchos millones de sus familiares que permanecieron en el país.

Pero no bastaba destruir ese sector socioeconómico. Era necesario impedir que reaccionara, que se organizara y elevara su voz.

Desde los años noventa del siglo pasado se instrumentaron acciones que, en conjunto, configuran una política de disolución social, no encuentro mejor manera de llamarla, aunque recuerde una infamia jurídica. Sembrar la desorganización y el enfrentamiento en las familias, ejidos, comunidades y organizaciones ha sido la estrategia. Para evitar el diálogo con un campesinado cohesionado se le segmentó en miles de pedazos.

Cierto que se llevaron migajas a los campesinos, pero sin negociar con sus representaciones a nivel de ejidos, comunidades y organizaciones auténticas. Se sembraron centenares de miles de pequeños proyectos productivos claramente inviables porque les faltaba lo esencial: un mercado de consumo apropiado. Y en torno a cada proyecto –dádiva–, se armó una micro organización a modo.

En las comunidades las mujeres que entraron a Progresa-Oportunidades-Prospera se pelearon con las que no lo recibían. Ningún lado entendía por qué unas eran beneficiadas y otras no. Había sido decisión de las trabajadoras sociales sin asambleas, sin participación social y/o de las autoridades locales.

Para seguir recibiendo ese estipendio el maestro certificaba que el hijo acudía a la escuela y la enfermera que la señora acudió a las pláticas de salud o se hizo el Papanicolaou. Hubo beneficios, y al mismo tiempo se fue restando poder a lo local para entregárselo a agentes externos.

El campo ha sido atendido por muy diversas entidades (y sus antecesoras) que operan cada una, e incluso cada programa, de manera no coordinada. Cada programa, si se acerca a la comunidad, promueve la creación de un pequeño grupo, una micro organización con la cual va a tratar en adelante, dándole la espalda al resto del ejido o comunidad y toda real representación colectiva.

Pero gran parte de los recursos, tal vez el grueso de ellos, simplemente se concursan por medio de convocatorias en internet que son dadas a conocer a la comunidad por agentes privados que venden sus servicios de asesoría, supuestamente técnica; en realidad especialistas en llenado de formatos. Si la comunidad, o un grupo dentro de ella, se engancha, tendrá que pagarle un adelanto al prestador de servicios técnicos, más otros gastos asociados.

Cada programa presume que recibió un gran número de proyectos de los que seleccionó los mejores. Tal vez recibió mil propuestas y finalmente le dio recursos a 100. En el camino se desprestigiaron 900 líderes comunitarios que apoyaron entrar al concurso, convencieron a sus vecinos, recogieron el dinero para pagar la elaboración de una propuesta fracasada. Una buena manera en que los programas públicos han sembrado desaliento y desorganización.

Una de las joyas de la corona es la operación de la contraloría social en los programas de desarrollo social. En su quinto informe de gobierno Peña Nieto presumió el registro de 321 mil 826 Comités de Contraloría Social con un millón, 257 mil 718 beneficiarios; casi 4 personas por comité. Se había llevado al extremo la desintegración de los beneficiarios de los programas sociales en micro comités en los que se impide la participación de líderes locales. Sin ninguna capacidad de negociación se convierten con frecuencia en el único mecanismo de diálogo aceptado por los funcionarios. ¡Vaya al comité de contraloría! le dicen a cualquier inconforme.

La política social y productiva en el medio rural ha creado un gran entramado de micro organizaciones hechizas, a modo, volátiles y sin poder mediante las que el Estado simula el diálogo con los interlocutores rurales.

En 2002 Vicente Fox lanzó la “ciudadanización” de la atención pública. Es decir, que sólo se atendería al beneficiario o interesado directo. Implicó desconocer la capacidad de representación de las autoridades comunitarias, ejidales y a las organizaciones. Pero los interesados son usualmente pobres que no pueden pagarse transporte, comida, alojamiento, y se intimidan ante la perspectiva de acudir a una ventanilla en la cabecera municipal o capital del estado. La ciudadanización cerró el diálogo con el campesinado. Un paso más ha sido declarar que toda intermediación es corrupta.

La violencia florece donde ha sido destruida la organización social; en las familias, comunidades y ejidos desintegrados, en la imposibilidad de la gobernanza local y en la ausencia de diálogo efectivo con una administración que ha ofrecido ser su aliada. Este caldo de cultivo lo sazonaron los gobiernos de México. Y ese pasado sigue siendo presente.