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Los verdaderos costos de la austeridad lopeciana (2a parte)

Parte 2. | Leonardo Martínez Flores

Por
Escrito en OPINIÓN el

Mencionaba yo en la primera parte de este texto que cada vez que López Obrador anuncia con renovado orgullo y cara de satisfacción una nueva “medida de austeridad” me viene a la mente la idea de la ignorancia como una función exponencial de sí misma, de manera que mientras menos sabe una persona sobre un tema y sobre los caminos por los que éste evoluciona, su ignorancia sobre los alcances, sobre las implicaciones y sobre las consecuencias asociadas al tema crece de manera exponencial.

Las medidas de supuesta austeridad de este gobierno se venden desde el púlpito de palacio como medidas de expiación para salvarnos de la corrupción heredada por gobiernos anteriores, pero en la realidad no son otra cosa que una especie de autosabotaje, una hilada de autopuñaladas que dañan seriamente la salud del Estado y que aseguran que éste tarde varios años en sanar. Con el Estado herido, la sociedad pierde.

No es sencillo vislumbrar todos los caminos que recorren los efectos multiplicadores de los costos que genera la austeridad lopeciana. Para avanzar en ello hay que abundar en la claridad de los conceptos medibles y en la definición de las métricas adecuadas, porque los indicadores convencionales no logran asir las dimensiones de los daños causados.

En muchas ocasiones los indicadores se disfrazan con velos científicos para que den una apariencia de seriedad y hagan creer que son adecuados y confiables, pero su pertinencia también depende del contexto y de qué tan útil es la medida del indicador en ese contexto. Hay casos en los que el indicador puede estar bien diseñado pero lo que mide puede ser usado para confundir o distraer al público de los objetivos que sí son importantes.

Un ejemplo claro del uso pernicioso de un indicador es el que utiliza Sheinbaum para monitorear la evolución de la epidemia de SARS Cov-2 en la Ciudad de México, que es el de la ocupación hospitalaria. Pero usar a la ocupación hospitalaria como indicador para monitorear el estado de la epidemia es como fijarse en la ocupación de los botes salvavidas para medir qué tanto se está hundiendo el barco, cuando el caso es que muchos pasajeros no se suben a los botes porque saben que lo más probable es que acaben ahogándose.

No es una exageración, pues sabemos que un número importante, aunque indeterminado de personas infectadas con el covid-19 ha muerto porque éstas se han negado a ir a un hospital ya sea por el miedo de morir allí o por el pavor que les causa no poder ver de nuevo a sus seres queridos en caso de enfermarse gravemente. En ese contexto, sabiendo que estas razones influyen en la decisión de las personas para presentarse o no en un hospital, el uso de la ocupación hospitalaria para medir la evolución de la epidemia o es irresponsable o tiene por objetivo el de fungir como un distractor adicional.

Decía yo que para entender mejor la magnitud de los costos generados por la austeridad lopeciana hay que abundar en la claridad de los conceptos medibles y en la definición de las métricas adecuadas, porque los indicadores convencionales no logran asir todas las dimensiones de los daños ocasionados. Y quiero insistir en esto último, la métrica para evaluar esas medidas debe inscribirse en un marco aceptable de evaluación, como por ejemplo el de los análisis intertemporales de costo-beneficio, pero incluyendo también los efectos espaciales de las medidas.

Como este no pretende ser un artículo académico, me limitaré a esclarecer algunos conceptos y en su momento a dar algunos ejemplos concretos relacionados con las medidas de austeridad lopeciana. En esta ocasión me limitaré a transparentar un poco los efectos de la pérdida de empleos.

Antes de que se empezaran a sentir los efectos económicos de la pandemia, las decisiones tomadas por este gobierno ya habían logrado, por sí mismas, estropear el desempeño de la economía. A la caída del PIB y de la inversión se sumó la pérdida de empleos formales e informales.

La pérdida de empleos formales se observó tanto en el sector privado como en el público, en este último como consecuencia de una ola indiscriminada de despidos de empleados de todos los niveles. Pero según datos del INEGI los empleos formales representan alrededor del 44% de la fuerza laboral y el otro 56% trabaja en la economía informal, que también se vio seriamente afectada.

La pérdida de un empleo, o en el caso de la economía informal la pérdida de la única fuente de ingresos de la familia, tiene un poderoso efecto multiplicador que puede poner en jaque y hasta por varios años los planes para alcanzar una vida mejor. La cancelación de oportunidades para mantener o mejorar el bienestar puede tomar muchos caminos distintos, que pueden ir por ejemplo, desde el postergamiento de planes para hacerse un tratamiento médico, iniciar un nuevo ciclo escolar o contratar un plan de datos para tener acceso a internet y con ello poder obtener todo tipo de información para sobrellevar la crisis, hasta la imposibilidad de comprar las medicinas urgentes, enfrentar el desalojo por no poder pagar la renta, tener que sacar a los hijos de la escuela o el no poder completar una canasta básica de alimentos para la familia.

Este tipo de efectos no son impactos de una sola vez, son efectos que suelen desencadenar a su vez otros que continúan complicando la vida de la gente y estropeando las oportunidades que las personas pudieron haber tenido para mejorar su bienestar. Aún más, cada una de las situaciones mencionadas viene acompañada por un deterioro de la salud física y psicoemocional que complica adicionalmente y prolonga indefinidamente la superación de los efectos de la crisis. 

La pérdida de los ingresos para millones de personas que sobreviven en la economía informal, sin prestaciones de ley, sin seguridad social, sin posibilidades de obtener créditos bancarios y sin ayuda extraordinaria del gobierno por la pandemia, significa pasar a un estado de mayor pobreza que cancela por tiempo indefinido para estas personas cualquier posibilidad de mejorar su nivel de bienestar.

Cada caso es un drama de la vida real que afecta a personas de carne y hueso, a veces a familias enteras, pero no ha sido percibido así por la opinión pública debido principalmente al control, o autocontrol, de los medios de comunicación y a la retórica presidencial. Esa retórica frívola e insensible que López Obrador utiliza cada mañana para trivializar los enormes costos de las crisis domésticas que él ha logrado montar sobre las crisis que llegaron de fuera.

Los daños reales causados por estos efectos no son captados por los indicadores convencionales, por eso me parece importante abundar en el tema. Incapaz de entender un porcentaje o un indicador, y mucho menos los efectos en cascada de las decisiones que ha tomado, López Obrador se dedica a capotear la crisis con un puñado de frases cliché: “A nuestro país no le va a pegar tan duro la crisis”, “Ya estamos saliendo del hoyo”, “Ya iniciamos la recuperación”.

Como lo han dicho y reiterado muchos y muy diversos autores, los mensajes que envía un líder tienen efectos reales sobre sus seguidores. Cuando se trata de un jefe de Estado con amplio respaldo popular, los alcances y las implicaciones de sus arengas y mensajes inciden sobre las creencias y la conducta de la gente. Si el presidente dice que “vamos requetebién” y que ya estamos saliendo del hoyo, una parte de la población le cree a pie juntillas y actúa, o aguanta, en consecuencia.

Dejamos muchos pendientes en el tintero, como la pregunta de cómo medir entonces los efectos de la pérdida de empleos y qué significado tiene decir que ya nos estamos recuperando.

Continuará…