El envejecimiento, si bien se entiende como un proceso progresivo de desgaste físico y biológico tiene repercusiones más profundas en el plano social y afectivo. Es a través de la categoría “adulto mayor” como se identifica estadísticamente a quienes pueden ser incluidos en dicho proceso, las personas mayores de 60. En el país se cuentan actualmente 12 millones como parte de esa categoría, de los cuales el 53.4% son mujeres. Esta proporción mayoritaria de mujeres es la que caracteriza la feminización del envejecimiento, en parte porque la esperanza de vida es mayor para mujeres que para los hombres. No obstante, vivir más años no se traduce en lo inmediato en condiciones aceptables de vida, primero es necesario revertir las nociones negativas relacionadas con la vejez y para ello el baile puede ser una buena opción. 

Además del deterioro físico, el envejecimiento se asocia a la pérdida de vínculos afectivos, la soledad sentido estricto resulta uno de los grandes temores de esta etapa, el cual no carece de sustento. En el 2010 esta condición se expresaba en los siguientes términos: 42.2%  de mujeres mayores estaban casadas frente a 67% de hombres; 38% viudas, frente al 13% de los hombres y 7.6% solteras. Es decir, prácticamente el 45% de las mujeres enfrentaban la etapa de la vejez sin una pareja, por eso además de la feminización del envejecimiento es necesario referirnos a la soledad como condición de esta etapa.

Si bien, encontramos con frecuencia recomendaciones en materia de envejecimiento exitoso, resulta complicado proponer alternativas para lograrlo. En la Ciudad de México, desde finales de los noventa se empezó a gestar una alternativa para transformar los estereotipos negativos y reinventar otras formas de envejecer: bailar frente a lo adverso.

El baile surge como una respuesta radical para revertir prejuicios y reinventar otras formas de envejecer. En la Ciudad de México se acompaña con música de danzón, los fines de semana en espacios públicos como la Ciudadela, la Alameda del sur en Coyoacán, el kiosco de la Alameda central y las explanadas de las alcaldías de Iztapalapa y Tlalpan, respectivamente. El danzón, un género musical que sobrevive desde finales del siglo XIX en su travesía de Cuba a los salones de baile citadinos, tiene nuevos bríos, el de las culturas del envejecimiento que, al estilo de las culturas juveniles, rompen son las construcciones sociales vinculadas a la vejez como dependencia y abandono.

El danzón, como práctica corporal disruptiva devuelve al cuerpo su capacidad de disfrute. Las danzoneras, inspiradas en el personaje de Julia de María Novaro, visten como no se atrevieron en su juventud, una flor en el cabello, faldas de tul y lentejuela para construir en la plaza sentidos de pertenencia. A ritmo de danzón surge una sociabilidad que se afianza en vivencias en común, las pérdidas de seres queridos, el asecho de las enfermedades, el reponerse día a día al deterioro progresivo.

Como baile, en el danzón el cuerpo es el recurso principal para la convivencia y el disfrute. Un cuerpo envejecido que merece cuidados y es motivo de orgullo al mostrar las canas y las arrugas en el marco de una sonrisa. Un rasgo común entre danzoneras es la lectura crítica de su pasado sin nostalgia ni arrepentimiento. Muchas niegan que tiempos pasados hayan sido mejores, matrimonios fallidos, proyectos personales postergados y el peso de lo familiar desdibujaron su potencial individual. Por eso, nadie como ellas para contar historias a través de su cuerpo mientras se escuchan los compases de “Mi vida por un danzón”. Más allá de los discursos, es desde las prácticas cotidianas como se reconfiguran los límites de las edades sociales. En ese sentido, las danzoneras logran con sus movimientos transmitir nuevas posibilidades y formas de vivir las vejez desde el disfrute del cuerpo.

CRISTINA TAMARIZ

Twitter: @Xtinatamariz

Doctora en Ciencias Sociales por el Colegio de México, maestra en Sociología política por el Instituto Mora y licenciada en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la UNAM. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores (SNI) del Conacyt. Forma parte del cuerpo docente de la maestría en Periodismo Político de la Escuela Carlos Septién García.